A diferencia de los parientes, a los amigos uno los elige, y he aquí que, allá por mi juventud, cayó en la volteada un irlandés por quien terminé teniendo un gran afecto.
Un par de años mayor que yo, vestía siempre una ropa desaliñada y lucía una pipa con la cual debió haber nacido. Por supuesto tenía una larga barba, pero no era una barba cualquiera: él jamás se había afeitado en su vida, y los pelos seguían creciendo impertérritos. Se pudo salvar de la colimba porque se hizo el loco: su hermana psicóloga le dijo exactamente qué tenía que responder en los tests. Y se salvó nomás.
En una ocasión pasó por la estación Devoto del Ferrocarril San Martín, y el policía, viendo su deplorable aspecto de pordiosero, le negó el paso. Ni corto ni perezoso, mi amigo se fue a la comisaría del barrio y pidió hablar con el comisario para solicitarle un ‘salvoconducto’ (sic) para poder pasar por la estación, ya que él era un ciudadano honorable (salvo por lo de la colimba). El salvoconducto le fue extendido y desde entonces pudo pasar por la estación sin ningún problema.
En otra ocasión hizo una apuesta con sus amigos a que podía atravesar la puerta de la discoteca Red Body, toda de vidrio, sin abrirla. Arremetió con violencia contra la misma sin siquiera sacarse la pipa, y terminó todo cortado por los vidrios en el hospital Zubizarreta. Supuestamente con la ganancia obtenida tuvo que pagar los vidrios rotos.
El irlandés tenía una enorme cantidad de hermanos, pero como casi todos ya se habían casado, pasaba sus días en el enorme caserón paterno que compartía con una hermana soltera refugiada en el altillo, a salvo de sus locuras.
No vaya a creerse que mi amigo era un iletrado. De hecho, era un estudiante avanzado de ingeniería química, y como tal había instalado en el living una destilería casera con la cual fabricaba un excelente vino que compartía muchas noches con sus amigos. Fue de las pocas ocasiones en que lamenté ser abstemio, pero bueno, alguien tenía que llevar por la madrugada a los borrachos a sus respectivas casas. Algunas veladas caían unos vecinos octogenarios con sus guitarras, y a la luz de la luna se la pasaban cantando unos tangos raros de la época del Centenario que ni Gardel debía conocer. Mi amigo cantaba tan mal que cuando abría la boca todos nos tapábamos los oídos con algodones que teníamos preparados para esa contingencia.
El caserón de mi amigo fue también mi aguantadero. Cuando mi padre me echaba de mi casa, me recorría todo Buenos Aires y por la noche me iba a dormir a la casa del irlandés, donde camas vacías no eran precisamente algo que faltara.
Una aciaga noche de comienzos de la década del ’70 llegaron a mi casa mi amigo el irlandés y otro amigo más, igualmente estrambótico. Iban manejando un Ford Falcon todo destartalado y además estaban medio beodos, cosa que no me asustó mucho porque en aquel entonces ni la alcoholemia existía y manejar borracho era lo más natural.
- ¿Adónde vamos?- pregunté ingenuamente, aun sabiendo que los proyectos de mis amigos no se extendían más allá de los dos minutos.
Me dijeron que me subiera atrás y que no hablara, que iban a hacer un ‘operativo’. En el camino me explicaron que íbamos (o sea yo también) a entrar en la mansión derruida de los Blaquier, en Palermo, por la esquina de Luis M Campos y Olleros. Claro que no eran ladrones: simplemente querían llevarse algunos recuerdos.
La mansión palermitana en cuestión era enorme, estaba vacía y carecía de puertas y ventanas. Estaba enclavada en lo alto de una colina y rodeada de abundante vegetación selvática. Luego de hurgar concienzudamente en todos los recovecos, finalmente nos llevamos un ladrillo refractario de la chimenea que decía “Made in England”, y el enorme resorte del ascensor.
Sin embargo, esta no es la anécdota. Apenas traspasamos la enorme puerta de rejas, empezamos a recorrer un sendero que subía en medio del tupido follaje. De pronto, vimos una luz de linterna que venía descendiendo de lo alto, e inmediatamente nos escondimos entre las plantas. Pero lo hicimos mi otro amigo y yo, porque el irlandés se quedó parado en el sendero esperando al supuesto guardián.
Y a un par de metros de distancia, pudimos presenciar el fatídico encuentro. El supuesto centinela eran dos intrusos, un hombre y una mujer recién casados a juzgar por sus vestimentas, que habrán querido tener alguna aventurilla en aquella mansión. Inmediatamente mi amigo se plantó delante de ellos y les espetó:
- ¿Qué hacen ustedes aquí en una propiedad privada?
Los pobres novios no sabían qué decir y hasta pidieron perdón. Con el aspecto exótico que tenía el irlandés no dudaron ni un instante que debía ser el dueño del castillo, o por lo menos el mayordomo, y acto seguido huyeron presurosos por la calle Olleros.
¡Qué quiere que le diga! Con amigos así la vida tiene otro color.
Pablo Cazau. Agosto 2009.
Gente:
ResponderEliminarLes puedo asegurar que es totalmente cierto. No llegué a conocerlo, alguien le dijo a Pablo que lo vieron hace tres años....
Sin que yo supiera de esta nota, estoy preparando una yo, sobre lo que Pablo llama un "amigo" y es "enemigo". Cuando lean la nota, ustedes dirán.
Besos a todos.
Marita
pablo;acepta dogmas erroneos.
ResponderEliminarlos amigos no se eligen, estan el tiempo preciso ,por principio hermetico.(7 principios de la esmeralda )mostro bohemia y lumpenazgo.
en el 70 eran muchos de ese sello.
a 30000 reventaron .
Qué loco todo, Pablo!!! Jajajaa!!
ResponderEliminarQué amigo que tenías!!! Todavía lo sigue siendo?? Lo ves??
Lau.
Lau:
ResponderEliminarHace tres años otro amigo mío lo vio paseando por Corrientes. Estaba igual.
Abrazo, Pablo.